domingo, 22 de noviembre de 2015

Gestación

Alguna vez creí que la vida era un constante inamovible. Naces, creces y te desarrollas dentro de una línea, inalterable, inmutable, intransigente e intolerante a cualquier trastorno. Muchos años viví de ésa forma, de manera sacramental en mi actuar, rehuyendo del comulgar con el cambio, con la evolución. En sus años no me atreví siquiera a cuestionarlo, y cuán irónico resulta advertirlo hoy, cuando a mis años vivo de la autocrítica como la piedra angular de mi ser. Pero entonces no era tan sencillo. No existía espacio para la imaginación y la creatividad. Todo se desarrollaba en cánones de conducta y de vestimenta.

Razones para respaldar dicha convicción, muchas. Sin embargo, mi honestidad clama justicia, y revelo que no fue sino una vía cómoda de ver los años pasar. No eran tiempos felices. Sólo ansiaba con un futuro distinto, por arte de magia.

Pasaron los años y advertí que el cambio no fue tal, que en realidad era yo quien, a pesar de las oportunidades, decidía diariamente mantener vigente la intransigencia, y a la vez la indignación ante la infelicidad conmigo mismo.

Cuántos eventos ocurrieron en ése pequeño trayecto, no puedo recordar. Todos fueron pequeñas piedras que sirvieron, junto al mortero del tiempo, a cimentar quien soy yo ahora. No obstante, ya sin buscar dicha revolución espontánea, ésta llegó. Cuánto tiempo la busqué, hasta perder la fe, para que ella llegara, tranquila y serena, a su tiempo, cuando debía llegar.

En una cálida tarde de Enero compartí mis primeras palabras con ella. Fue algo distinto, algo que nunca antes había experimentado. Similar a algunos modelos que rehuí en el pasado, pero con una complejidad que no creí posible. Un mundo por descubrir, oculto tras unos ojos de color chocolate. Una aventura perfecta.

Creo que lo que caracterizó el origen de todo fue la imposibilidad de predecir. Tal vez nosotros vivíamos en ésa serie de eventos cargados de emoción y suspenso que nos tornaba incapaces de aventurar el mañana, pero para el espectador puede haber sido tan obvio como evidente el desenlace de todo. Nosotros lo vivimos un día a la vez.

Sonrisas cómplices, cafés y mensajes. Abrazos, miradas y delicados toques. Fuimos construyendo nuestro lenguaje secreto, viviendo el misterio de manera subrepticia. Quienes sospechaban vivían con ansias nuestro contacto. Pero fuimos celosos, no quisimos construir ésto para nadie, sino sólo para nosotros.

Sentí que transcurrieron meses cuando finalmente dimos nombre a todo ésto. Sentí que la conocía por completo, y que a la vez había un vasto territorio por descubrir. Lo único inmutable siempre fue la férrea convicción, nacida de la emoción  que ella me provocaba, y me provoca hoy. Y aún en el espacio que compartíamos y al que debemos lo nuestro, el cual nos esperaba con más penas que alegrías, nosotros vivimos siempre en nuestro mundo, lleno de felicidad y cariño, algo que nunca tuve y que hasta hoy me sorprende.

Como todas las cosas buenas, las pruebas no demoraron en llegar. Yo tenía una deuda con mi profesión, y si bien mi preparación había comenzado ya hacia tiempo, no fue sino hasta entrado nuestra relación en que afronté las verdaderas dificultades que ello significaba. Pero ella estaba ahí. Estuvo ahí, conmigo, en cada segundo, en cada palmo del desafío. En ésos meses, en los que los días parecían años, ella estuvo conmigo, viviendo y sufriendo lo que ella ya conocía muy bien. Y gracias a ella, vencimos. Fue una victoria conjunta, y que siempre será un cimiento sólido en nuestro proyecto.

Posteriormente, nos aprestamos a descubrirnos en un ámbito que ni siquiera había descubierto de mi. Decidimos conquistar nuevas tierras, y a la vez dejar que ellas nos conquistaran a nosotros. Vivimos semanas de aventuras, alegrías, vivencias únicas y el amor que nos une. Pero, como la vida nos deparó, tuvimos la oportunidad de descubrirnos. Y nos descubrimos, como ninguna experiencia pudo delatarnos. Días y noches, nos amamos y nos denunciamos. Y como todos, sabíamos que ésos días serían vitales, y lo fueron. Ante el fin, y a nuestro retorno, sabíamos, como nunca lo dudamos, que la persona con quien estábamos era aquella con la que estaríamos hasta el fin de nuestros días. Muchas experiencias y recuerdos llegaron en nuestras mochilas y nuestros corazones, pero entre nosotros retornaba algo más importante: La consolidación de aquello que en tan poco tiempo, tanta algarabía y felicidad habíamos construido.

Hoy escribo éstas modestas líneas a tu lado, en tu casa, al sur del pequeño mundo que creí jamás dejar. Te miro y mi amor sólo aumenta por ti, y todas aquellas inseguridades que alimentaron mis temores al cambio se disipan con un solo abrazo tuyo. Eres mi tornado, que llegó a mi vida a liberarme de mi mismo. Eres todo lo que siempre necesité, y todo lo que nunca creí que podría encontrar en ésta tierra. Y ante éstos nueve meses cargados de intensas vivencias, sólo me queda esperar al mañana, sin poder vaticinar lo que nos depara el futuro (creo que nunca podré hacerlo). Gracias a ti, vivo en la plena tranquilidad de saber que todo lo que necesito para ser feliz está conmigo, y que junto a ti no existen imposibles, sino sólo los proyectos que nosotros mismos diseñemos.

Hoy termina una intensa gestación, y nace el futuro de nuestras vidas, con la incertidumbre de vivir en nuestro mundo, privado y celosamente guardado del resto, como también sagrado y seguro, de la forma en que nosotros lo hemos construido. Felices nueve meses mi Fernandita linda.